jueves, 4 de febrero de 2010

Células


Van Gogh, Vincent



No miré el efecto ni el aspecto científico del hecho de salir al pasillo de la séptima planta y volverme para darle un beso de despedida, en la primera hora de la mañana es casi un ritual en lo que se convierte al separarnos para irnos cada uno a su trabajo, ella estudia la mirada de la gente, yo miro a los que estudian nuestras miradas.
Unos días atrás Xevelq me dijo que me notaba nervioso y fuera de mi entorno, yo sabía que ella, desde antes, ya estaba volando por los tejados del rascacielos que un arquitecto loco construyó en el campo, a noventa kilómetros de donde vive el vecino más próximo; sonaban los teléfonos y corríamos en direcciones opuestas para contestar, después nos mirábamos y callábamos con los instrumentos del trabajo clavados en la moqueta del apartamento, las sospechas nos ahogaban, culpen a las lágrimas.
En la puerta volví a darle otro beso, rompía el ritual, nunca le besaba en la boca antes de separarnos en la calle, se detuvo y me acarició la cara con las yemas de los dedos, después de cinco días nos veíamos recíprocamente las pupilas, curiosas coincidencias, los suyos brillaban también, idénticos reflejados los míos, ni vidriosos de llantos ni cansados, irritados, el tono de las palabras sería: ansiosos, expectantes.
En el aparcamiento de aquella azotea me esperaba el señor Frölich, después de veinte años iba a conocer a mi hermana, bajé del coche y me fui acercando, Xevelq estaba a su lado llorando.

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